"Jesús Polanco, un hombre peligroso"
El Tribunal Supremo colocó, como es preceptivo, la venda a la Justicia, quien, a tientas, dio con el apaño legislativo que los malos que nos gobiernan habían urdido para salvar definitivamente al condenado que nadie quería ajusticiar.
Idénticos, qué cosas, Aznar y Rodríguez Zapatero no se atrevieron o no quisieron ejecutar la sentencia que estableció la ilegalidad cometida por una de las infinitas empresas de Jesús Polanco al ser engullida la emisora de radio número uno, Antena 3, por la número dos, la SER, para convertirla en un hilo musical sin audiencia.
Es bueno, sin duda, en este momento acudir a colaboradores de «El Emperador» para que nos ilustren sobre quién es el ídem. El 23 de junio de 1996, Martín Prieto publicaba en El Mundo el jugoso artículo que da título a este post y que sin más dilación os transcribo.
Idénticos, qué cosas, Aznar y Rodríguez Zapatero no se atrevieron o no quisieron ejecutar la sentencia que estableció la ilegalidad cometida por una de las infinitas empresas de Jesús Polanco al ser engullida la emisora de radio número uno, Antena 3, por la número dos, la SER, para convertirla en un hilo musical sin audiencia.
Es bueno, sin duda, en este momento acudir a colaboradores de «El Emperador» para que nos ilustren sobre quién es el ídem. El 23 de junio de 1996, Martín Prieto publicaba en El Mundo el jugoso artículo que da título a este post y que sin más dilación os transcribo.
Jesús Polanco, un hombre peligroso
MARTIN PRIETO
El Congreso de una República sudamericana que no hace al cuento nos invitó a Jesús Polanco y a mí a dar sendas conferencias sobre la libertad de expresión en un ámbito de mucho ringorrango. Volando él en «Gran Clase» y yo en «Turista», como corresponde a nuestra diferencia social, nos encontramos en la sala «Vip's» del aeropuerto de destino donde nos esperaba el protocolo pertinente: a él le aguardaba un chófer de su editorial «Santillana» y a mí, un coche de respeto de la Presidencia de la Nación con un custodio armado hasta los dientes, que luego utilizaría mi esposa para visitar tiendas y recorrer la ciudad. Así quedó reestablecido el equilibrio de las clases sociales. No creo que fuera por el distingo que me hicieron, pero en cuanto me vio, punteó con su índice mi pecho saludándome cordialmente: «MP, eres un irresponsable». Como ya me había despedido de lo suyo y no trabajaba para él, supuse que el calificativo obedecía a que mis modestas acciones de su empresa editora se las había vendido al precio que le plugo y sin discutírselo. A mi conferencia asistió puntualmente entre el público, digo yo que malediciéndose alguna burrada austral por mi parte, porque en cuanto le despaché como al gran editor español y a El País como un excelente producto periodístico de la democracia española, se levantó y se fue.
Su dictamen fue un absoluto plomazo, totalmente ajeno a la sociedad que nos recibía, digno del zutano que supongo fue quien se lo escribió. Luego, siendo yo allí el conocido y él un ignoto, le presenté en televisión como el gran patrón periodístico que es y me miraba por el rabillo del ojo sorprendido de mi objetividad. Nunca entenderá que mi soberbia puede ser tan grande como la suya, que en mi hambre mando yo, y que una cosa es respetarle y otra muy distinta temerle.
Pero resulta que sí puede ser temible. «Jesús del gran poder». «No hay cojones para negarme a mí una televisión en España». «Quien se me enfrente que se marche del país». «Tengo más abogados que periodistas». Probablemente son todas ellas frases apócrifas pero no en balde retratan al sujeto. Es ese tipo de enamorados de su propia testosterona que te aseguran que echan cinco sin sacarla, y, prefiriendo que le tengan hasta pavor por sobre que le quieran, te puede presumir de su terrible capacidad de destrucción. Trabajé lealmente para él, como es debido, defendiendo su periódico hasta desventrando gavetas de despacho en la guerra por la propiedad del mismo. Dirigiendo en funciones el diario me negué a que chocara con el delincuente de Sebastián Auger, con quien pretendía entrar en estúpida polémica, y le mandé una carta de dimisión firmada en blanco cuando se subió por las paredes porque publiqué un artículo de Fernando Savater («La osadía clerical») que podía afectar a la venta de sus libros de texto en los colegios confesionales, a más de reproducir la excelente fotografía de César Lucas en Interviú sobre una «Marisol» esplendorosamente desnuda que una extraña fiscalía consideró entonces perseguible de oficio.
El interfono de mi despachito me dio la voz de Polanco con tono cavernoso: «Sube a mi despacho». «Coño -le repliqué-, no me lo digas en ese tono». «Te lo digo como me sale de los cojones». Javier Baviano, hoy vuelto al redil y antaño director general de aquella casa estaba presente cuando aduje que había que romper con la doble moral aún, entonces, imperante. «Y la doble moral, ¿qué es?», me preguntó. Guardé silencio y pedí permiso para retirarme, ya convencido de que Polanco no leía los libros que editaba ni, presumiblemente, los editoriales de su propio periódico. Siempre he supuesto que intentar explicar lo obvio es una pérdida de tiempo, y no iba yo a ilustrar a tan poderoso caballero. Pero ya le quisieran para sí otras empresas editoras, hoy en alto riesgo. Este hombre tiene instinto (un poquito asesino), huele el negocio, se las ve venir, es capaz por todo ello de arriesgar su dinero personal. Mi esquizofrenia ante lo suyo es inevitable porque no siendo yo nadie él es capaz antes de deshacer las maletas tras un vuelo de doce mil kilómetros e ir a visitarme a mi casa preocupado por mi estado de salud, y luego tiene narices para convertir «Antena 3» en «Sinfo Radio»; cerrar un negocio interesante y próspero para convertirlo en un hilo musical.
Y es que Jesús Polanco, grande por tantas otras cosas, es un profesional del ventajismo, muy mal acostumbrado a tener ministros en su nómina. Al menos en buena parte de Sudamérica, aún bajo regímenes de terror, se me cerraban las puertas ante mi representación de periodista y se me derrumbaban en atenciones en cuanto yo aludía a mi condición de distinguido empleado de Polanco. No entiendo cómo es cardiópata, siendo frío como el hielo hasta para su primera mujer, Chispa, y los hijos que de ella tuvo. El heredero de su imperio será su sobrino Javier Díaz Polanco, clónico suyo, único personaje del que se fía.
En nuestros mejores tiempos, al menos para mí, cuando le estábamos fabricando un excelente periódico, le dije que su papel era el de Katharine Graham, editora y propietaria del Washington Post. Casi me pega porque, machista redomado, y bastante inculto, no tolera que nunca se le pueda comparar con una mujer. Lo que son las cosas. Su empresa acaba de editar la biografía de Ben Bradlee, mítico director del Post. Se la recomiendo, porque en su lectura entenderá que no hay nada más gratificante que editar un diario, defender la libertad de expresión, y encima, ganar dinero en el empeño. El problema de Jesús Polanco es que no se pone límites a sí mismo, voluntarista feroz, si le dejamos se queda con todo. El no lo sabe, pero es un marxista. Para nada cree en la libre economía de mercado.
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